Carlos Miguel Rodrigues
@carlosm_rod
@carlosm_rod
Este es la tercera y última entrega de una serie de artículos elaborados en los días posteriores a las elecciones del 7 de octubre de 2012
El
chavismo ha logrado sostenerse en el poder durante todos estos años por una
razón principal: ha sabido utilizar de forma estratégica –antiética e
inescrupulosa para algunos, pero innegablemente efectiva- los recursos materiales
y simbólicos del poder político, recursos que son cuantiosos en un Estado
rentista y desinstitucionalizado.
Entendiendo,
como propuse en un artículo previo, que la “causa material” de la hegemonía
chavista tiene que ver con su estrategia de distribución clientelar de la renta
petrolera, es necesario preguntarse, ¿qué papel juegan los elementos simbólicos
en la conformación de este dominio político-electoral? Al respecto, vale la
pena recordar que el Estado moderno se conformó sobre la base de tres grandes
monopolios: en primer lugar, el de la elaboración y aplicación de las normas
jurídicas; en segundo lugar, el del ejercicio de la violencia legítima; y,
finalmente, el de la producción y difusión legítima de los valores nacionales.
El
chavismo ha tenido desde el comienzo muy clara la importancia de estas
atribuciones. Su ejercicio de las potestades estatales de legislar, juzgar,
asegurar el orden social y resguardar la identidad nacional, se ha subordinado
al interés supremo de garantizar la continuidad en el poder de manera legítima,
al menos en función de la validación periódica a través del principio de la
mayoría. Lo que se ha buscado –y logrado- es convertir estas potestades en
herramientas que eleven tanto los costos de ser opositor como los beneficios de
ser chavista.
Las
bases simbólicas de este sistema de poder se fundan en un arreglo informal e
implícito, una “Constitución” fáctica, que existe entre el Estado y la sociedad
venezolana. Básicamente, este pacto político establece que el que se mantenga
leal al poder será favorecido con importantes grados de autonomía, tendrá bajos
riesgos de ser penalizado y será arropado por un discurso legitimador y
reivindicativo, mientras que el que se asuma opositor, sobretodo el que decida
hacer pública tal posición y trabaje activamente a favor de otra opción
política, sufrirá de eventuales expresiones de exclusión y rechazo, siendo
objeto de un tratamiento particularmente punitivo y severo por parte del
aparato estatal.
La
primera parte de este arreglo tiene dos grandes manifestaciones, una dentro del
Estado y otra fuera de él. Al interior del Estado, entre los cuadros políticos
y el funcionariado público, la autonomía que se concede al militante chavista a
cambio de su lealtad se manifiesta en pertinaces expresiones de corrupción e
ineficiencia y en una total ausencia de mecanismos de control y sanción. Esa
libertad de apropiarse de lo público sin riesgos de castigo es el “precio” que
el sistema paga por mantener fuertes las redes políticas de apoyo.
La
otra manifestación es la que se produce en la sociedad, en la cual un conjunto
de individuos y grupos actúa con márgenes de libertad inauditos por la sencilla
razón de que son adeptos al sistema de poder. Actores tan variopintos como el
grupo armado La Piedrita, “Rosita”, el hijo de Motta Domínguez y Didalco
Bolívar, presuntamente responsables de distintos delitos, son o sencillamente
obviados por la Justicia o, cuando menos, tratados de forma especialmente
flexible y, eventualmente, nunca juzgados. Junto a esto se encuentra la
política de conceder autonomías amplias a sectores y grupos que rechazan
cualquier forma de control y que instalan sus propios mecanismos de
autogobierno, muchas veces manchados de actividades delictivas. La parroquia 23
de Enero, zonas fronterizas, cárceles y refugios son una buena muestra de estos
espacios intencionalmente “liberados” y frente a cuyas perversiones sólo se
actúa cuando salta a la luz pública algún hecho especialmente escandaloso. De
tal forma que la corrupción y en alguna medida la delincuencia tienen algo de
efecto indeseado pero inevitable.
La
segunda parte de este pacto, el trato que se les brinda a los disidentes desde
el Estado, resulta quizá más evidente. Bajo la carga de más de una década de
discurso despreciativo y estigmatizante, el ser opositor se ha convertido en un
pecado, algo de lo que habría que sentirse avergonzado. Siendo opositor, se
está fuera de la Nación, se traiciona la identidad nacional; se es, por
ascendencia familiar o ideas políticas, indirectamente responsable de la triste
muerte de El Libertador y de todas las posteriores desgracias a las cuales ha
estado expuesto este país. El trato desigual que recibe el opositor por parte
del Estado está así justificado: las leyes punitivas y su aplicación aún más
inflexible, así como los actos arbitrarios e ilegales, son actos de justicia,
si es que ser justo es dar a cada quien lo que merece. Casos como el de los
firmantes del revocatorio, indignos de acceder algún cargo estatal por haber
ejercido un derecho constitucional; de Álvarez Paz, preso unos meses por
expresar una opinión; y de Afiuni, detenida aún por una decisión ajustada a la
ley pero “espiritualmente” corrupta; solo son manifestaciones aisladas de una
política oficial que persigue aumentar los costos de la decisión de ser
opositor.
Esa
política tiene también su expresión puertas adentro de las instituciones
públicas, cuando las instancias que son controladas por la oposición de manera
legítima son sometidas a duras restricciones presupuestarias y aisladas de
cualquier forma de apoyo y trabajo conjunto. Así, se encarece más la opción de
votar a la oposición, sea en un consejo comunal, en una alcaldía o en una
universidad, pues serán tales electores los que finalmente serán afectados.
En
este contexto, el fuerte desbalance entre beneficios y costos –tanto materiales
como simbólicos- convierte en una decisión muy racional plegarse al poder,
apoyarlo y ser favorecido por él. Tomando en cuenta que el venezolano promedio
es muy pragmático y sagaz, estas decisiones racionales conforman en su conjunto
una verdadera fuerza electoral, suficiente por ahora para ganar y celebrar. El
problema es la sostenibilidad de un sistema que someta al Estado y a la
sociedad a estas contradicciones, que aliente de esta forma el caos como modo
de vida, que promueva así el oportunismo. De que se puede, se puede, pero sólo
por ahora.