viernes, 10 de octubre de 2014

La epidemia de la incapacidad institucional



Gobernar consiste, en esencia, en tomar decisiones. Si nos ubicamos en el plano más elemental, la necesidad de decidir deriva de la imposibilidad de llevar a cabo todo lo que queremos, la cual surge, a su vez, del carácter finito de nuestra existencia: el tiempo y los recursos físicos con los que contamos son escasos y resultan insuficientes para satisfacer todas nuestras expectativas.

Cada vez que empleamos nuestro limitado tiempo y recursos para desarrollar alguna actividad específica, estamos necesariamente dejando de atender otra tarea. El concepto económico de “costo de oportunidad” refleja la necesidad de estimar la utilidad que nos reporta realizar determinadas actividades frente a otras, para así poder decidir racionalmente cómo invertir nuestro tiempo. La complejidad radica en que, como individuos, nuestros criterios de satisfacción son totalmente subjetivos: lo que a algunos les produce el mayor bienestar, a otros puede que no les genere el más mínimo interés.

Cuando se trata de organizaciones formales, la escala de jerarquización de los objetivos no está librada al azar sino estratégicamente estudiada y definida. Dentro del universo organizacional, los gobiernos están particularmente necesitados del auxilio del análisis y la planificación estratégica para tomar decisiones con algún grado de solvencia. Los entes gubernamentales se mueven en condiciones de marcada complejidad, conflicto e incertidumbre: sus funciones son amplias y deben ejercerlas apegadas a normas y reglas muy estrictas; sus recursos no solo son escasos sino que son de carácter “público”, siendo su uso permanentemente vigilado; los problemas que enfrentan son complejos y persistentes; los “públicos” que atienden son variados, heterogéneos y se encuentran generalmente en conflicto entre sí; el contexto en el que actúan cambia aceleradamente. Estas realidades, lejos de ser excusas válidas para su mal funcionamiento, explican la tendencia global hacia el fortalecimiento institucional de las organizaciones públicas. 
 
El Gobierno venezolano ha tendido a desestimar estas orientaciones, apelando generalmente a argumentos ideológicos. El chavismo, una vez reformada la Constitución, obvió la necesidad de llevar a cabo un proceso de reforma integral del Estado que permitiera sentar las bases institucionales imprescindibles para llevar a cabo cualquier proyecto de desarrollo nacional. Por el contrario, optó por un estilo de dirección política desinstitucionalizador, plebiscitario y personalista, marcado por el reforzamiento de rasgos de la cultura política tradicional como el presidencialismo, la centralización, la burocratización, la partidización y el rentismo. En su estrategia, el objetivo fundamental era construir hegemonía política. Vista así, esta estrategia fue efectiva; el problema es que su efectividad se alcanzó a expensas de altos costos sociales e institucionales.

Al optar por gobernar –léase, decidir- basado exclusivamente en el cálculo político-electoral, el chavismo intentó simplificar forzadamente la complejidad inherente al ejercicio de gobierno, echando mano para ello de sus ingentes ingresos petroleros. Tomando decisiones desde un set de televisión; improvisando aparentes “soluciones”; disponiendo de los recursos de manera arbitraria; saltándose normas legales o “adaptándolas” según las necesidades del momento; nombrando o removiendo funcionarios por su lealtad partidista; el Gobierno privilegió su sostenibilidad política a la racionalidad técnica y la fortaleza institucional. 

Esta mezcla de improvisación y efectismo configuró un estilo de gestión esquizofrénico. Bajo esta lógica, el Gobierno construye unilateralmente su propia agenda de gestión –el Estado Comunal, por ejemplo-, independiente de los problemas públicos y guiado sobre todo por sus premisas ideológicas e intereses políticos. Los problemas “reales” –por ejemplo, la inseguridad- tienden a ir agravándose ante la falta de medidas gubernamentales apropiadas, llegando al punto en el que, bien por la ocurrencia de un suceso muy notorio o por la proliferación de casos, se produce el estallido de una crisis.
 
Ante esto, el Gobierno, de manera reactiva, decide tomar medidas en el asunto, pero lo hace bajo el espectro de intereses políticos y amarres ideológicos que ha creado. En ese sentido, su reacción tiende a reproducir más o menos un patrón similar en todos los casos: primero, restar gravedad al problema y acusar a la oposición; luego, tomar medidas apresuradas “en vivo y directo”, las cuales consisten generalmente en la creación de entes burocráticos y/o la aprobación de nuevos recursos económicos; y finalmente, transmitir “en vivo y directo”, una y otra vez, los operativos especiales que evidencien que estas medidas generan resultados. Apagada esta crisis o aplacada al menos su notoriedad, el Gobierno vuelve a su agenda hasta que aparezca nuevamente otra, frente a la cual aplica el mismo procedimiento.

Todo esto viene a colación debido a dos sucesos que en las últimas semanas han dominado la agenda informativa: el cruel asesinato en Caracas del diputado Robert Serra y la proliferación de cuadros virales en todo el país. Estos dos fenómenos no reflejan fallas aisladas en seguridad pública o en el control epidemiológico; son, en realidad, manifestaciones de un modelo de gestión pública atrofiado, caracterizado por obviar sistemáticamente la gravedad de los problemas públicos, abordarlos de manera efectista y episódica, y desechar los fundamentos técnicos e institucionales en su gestión. Estas dos epidemias, la de la violencia delictiva y la de los virus tropicales, son consecuencias acumuladas de planes y programas mal diseñados, peor ejecutados y muy poco controlados, que han consumido ingentes recursos públicos maquillando los síntomas de los problemas pero sin atender sus causas. Son, en definitiva, los negativos saldos de la improvisación y la destrucción institucional como estilos de gobierno.