La violencia política que ha rodeado las campañas electorales en Venezuela acaba de superar un umbral crítico. El homicidio de un dirigente político opositor en pleno acto proselitista es la más reciente prueba de las tensiones sociales y políticas que confluyen sobre las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre.
El chavismo ha venido mutando tras la
muerte de su líder, Hugo Chávez, en dos sentidos, aparentemente contradictorios:
se ha vuelto crecientemente autoritario pero también progresivamente
inmovilista. Frente a la oposición y cualquier manifestación social
independiente, se ha consolidado el estilo confrontativo y virulento,
materializado en una más intensa utilización de los recursos represivos. Sin
embargo, frente al archipiélago de grupos internos, el poder de la élite
chavista parece más restringido y condicionado, limitado por el peso de la
inercia del “legado” de Chávez y la capacidad de bloqueo de los intereses
facciosos.
En este escenario, no ha habido
oportunidad y menos capacidad para un viraje ni una recomposición política. El
llamado “poschavismo” ha reproducido en buena medida las prácticas impuestas
por Chávez, solo que en un contexto diferente: sin tantos recursos y sin nada
de carisma. Y, recordemos, fue la combinación inescrupulosa de renta, carisma y
poder la fórmula clave del éxito electoral chavista.
De este modo, ante la inminente elección
legislativa, el Gobierno está encomendando su suerte a su último instrumento,
el poder. Todo el control institucional y social está siendo utilizado para
evitar –o más probablemente, suavizar- su derrota. El ventajismo electoral, la
hegemonía comunicacional –ahora sí, muy evidente- y la violencia política son
puntales de una estrategia planificada para: 1. Sembrar desesperanza en el
electorado opositor; 2. Generar temor en el electorado independiente; y 3.
Afianzar la movilización del chavismo recalcitrante.
¿Hasta dónde estará dispuesto a llegar
el oficialismo?; ¿será suficiente para modificar la tendencia clara que
muestran las encuestas?; ¿lograrán divorciar el voto nacional, casi seguramente
favorable a la oposición, de la distribución de escaños?; Y si la oposición
obtiene mayoría parlamentaria, ¿cómo reaccionará el chavismo?; o, por el
contrario, si el chavismo logra sostener una mayoría, ¿qué hará la oposición?
La diversidad de respuestas que puede recogerse frente a cada una de estas
preguntas da cuenta de la incertidumbre que se cierne sobre el futuro inmediato
de Venezuela.
En cualquier caso, y este es mi
particular criterio, el oficialismo no quemará las naves el 6D. Si, a pesar de lo
que falta por ver en estos nueve días, sale derrotado, es más que probable que
saque a relucir un plan de choque político e institucional frente a la nueva
Asamblea Nacional. La naturaleza de este plan dependerá de la calidad de la mayoría
que conquiste la oposición. Preliminarmente, las posibilidades de fractura
interna y los incentivos para cooperar son mínimos, ya que la lucha por el
control de la agenda política y la gobernabilidad comenzará de inmediato. En
esto jugará un rol crucial el Tribunal Supremo de Justicia, cuyo control está
siendo reforzado por el chavismo. También será determinante el uso que le dé la actual mayoría parlamentaria chavista al mes que separa la fecha de las elecciones de la de la toma de posesión. En este hipotético escenario, Venezuela se
abrirá a un 2016 muy complejo, sobre cuyo desarrollo solo cabe decir una cosa: las
soluciones sensatas serán las más impopulares y, por lo tanto, más improbables.