miércoles, 19 de noviembre de 2014

¿Se avecina una crisis de gobernabilidad en Venezuela?



La crisis económica ya era bastante grave cuando, a inicios de septiembre, los precios internacionales del petróleo empezaron a caer. Desde mediados de año, la caída acumulada del barril venezolano alcanza un 30%, siendo previsible que en los próximos días se rompa el piso de los 70 dólares. No se trata de un impacto menor: por cada dólar menos por barril, el Estado deja de percibir 720 millones de dólares al año. El enfriamiento de la economía global y el juego de los intereses geopolíticos hacen previsible que, al menos en el corto plazo, la tendencia a la baja se mantenga.

Ante este complejo panorama, tres preguntas se vuelven centrales: ¿existen posibilidades reales de un quiebre de la gobernabilidad?; ¿qué está haciendo el Gobierno para evitar o al menos postergar ese colapso?; más concretamente, ¿tiene capacidad el Gobierno de sostener sus bases de apoyo en un contexto de abrupta caída de los ingresos?

La percepción generalizada es que el Gobierno de Maduro está siendo superado por los problemas, luciendo extraviado y errático en sus acciones. Incluso para las bases chavistas, el Gobierno está siendo demasiado débil en el combate a la llamada “guerra económica”. El desgaste y la fragmentación interna de la oposición, junto a la ascendencia que sigue teniendo la interpretación oficial de la crisis sobre ciertos sectores sociales, han sido factores claves que han suavizado la caída tanto de la popularidad de Maduro como de la valoración del Gobierno. En ese sentido, la persistente brecha entre los que creen que el país va mal y los que acusan de esa situación al Gobierno o directamente al Presidente evidencia que el filtro político de las percepciones sociales sigue siendo manejado por el chavismo.

El desfase entre las condiciones objetivas y subjetivas de la crisis económica explica en buena medida por qué aún el Gobierno no ha tenido que enfrentar una verdadera crisis de gobernabilidad. Los estallidos sociales y, más en general, las crisis sociopolíticas, no son consecuencias automáticas del deterioro económico o de la pérdida de calidad de vida. En ese sentido, para que se produzca una crisis de gobernabilidad es esencial que una porción significativa de la sociedad: primero, considere la posibilidad de vivir mejor, es decir, tenga expectativas sociales alternativas que puedan contrastar con la realidad; segundo, evalúe la situación como un problema político y, como tal, identifique a un culpable político de la misma; y tercero, crea que es factible el cambio.

El Gobierno de Maduro, aún en medio de sus indecisiones, se ha dedicado sistemáticamente a romper el circuito entre la crisis económica y sus potenciales efectos políticos. De este modo, si bien no ha podido mejorar objetivamente las condiciones de abastecimiento o controlar los precios –objetivos que, por lo demás, lo obligarían a “traicionar” componentes centrales del modelo chavista-, ha limitado el impacto sociopolítico de estas situaciones, siguiendo una triple estrategia de contención-compensación-desmoralización:

1. La CONTENCIÓN se ha traducido en un esfuerzo político y comunicacional por rebajar las expectativas sociales en un contexto de pérdida acelerada de la calidad de vida. Quizá sea la estrategia menos visible pero más importante.

 
Las colas han sido históricamente comunes en el sector público –salud, venta de alimentos, trámites, etc.- y se han justificado debido a que sus prestaciones son gratuitas, subsidiadas o sencillamente obligatorias. El Gobierno ha intentado trasladar esta lógica a las colas que se han generalizado en toda la economía, “normalizándolas” al presentar el abastecimiento de productos, así sea escaso, como el resultado de un gran esfuerzo gubernamental para enfrentar mafias contrabandistas, revendedores y especuladores. Así, poder comprar los productos básicos se vuelve, en realidad, un beneficio social que debería agradecerse al Gobierno. Para darle contenido concreto a esta idea, el Ejecutivo ha realizado dos tipos de acciones: por un lado, de cuando en cuando interviene y remata el inventario de algún comercio “especulador”; por el otro, publicita masivamente los “golpes” dados a algún agente “contrabandista”.

De este modo, el Gobierno represa la expectativa social de volver a tener abastecimiento regular de productos, a la vez que desvía la culpa hacia otros, siempre vinculados directa o indirectamente con la oposición.
2. La COMPENSACIÓN consiste en el reforzamiento o la ampliación de las asignaciones sociales directas a los grupos de apoyo del chavismo. Aquí se incluyen los aumentos salariales y las mejoras relativas en otros beneficios laborales, el aumento de las asignaciones para los pensionados, y el fortalecimiento, así sea puramente publicitario, de las Misiones Sociales. De este modo, el Gobierno estaría “protegiendo” al pueblo de los rigores de la crisis, lo que no ocurriría si fuese la oposición la que tuviera la responsabilidad de administrar la situación actual. Aunque estas medidas exijan incrementar el gasto público inorgánico e inflacionario, el asunto radica en que la inflación afecta a todos, mientras que los beneficios que se financian con estos recursos solo llegan a algunos, con los cuales se refuerza el tradicional vínculo clientelar.

3. La DESMORALIZACIÓN apunta a reforzar las expectativas de que no es posible un cambio de gobierno, independientemente de la gravedad de la crisis. Reforzar la alianza pública con las fuerzas armadas; aislar y minimizar a los sectores chavistas críticos; adoptar medidas judiciales y políticas abiertamente arbitrarias; incentivar la desconfianza en las autoridades electorales; y propiciar las disputas internas de la oposición, son acciones orientadas a transmitir la imagen de estabilidad, fortaleza y control pleno que desestimula el ejercicio activo de la oposición. 

Es difícil prever si estas estrategias perderán efectividad cuando el ingreso petrolero se achique y la escasez se agrave. Lo que no podemos dejar por sentada es la incapacidad del Gobierno para lidiar con esa eventualidad. El chavismo siempre ha sacado provecho del menosprecio.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

“Guerra por los recursos” de Michael Klare

Se trata de un libro de referencia obligada en los círculos académicos y políticos vinculados a las Relaciones Internacionales. Su hipótesis central, aunque muy bien sustentada, es simple: las guerras del futuro inmediato estarán determinadas, principal pero no exclusivamente, por la competencia entre actores para la búsqueda, control y explotación de las fuentes de recursos naturales indispensables para la vida humana.
A pesar del atractivo de su tesis, Klare no le resta importancia al sustrato étnico, cultural, religioso, ideológico y político que existe y seguirá existiendo detrás de la motivación efectiva de muchos conflictos armados. La tesis de Klare no es, en ese sentido, determinista. El autor se limita a alegar que estas dinámicas estarán supeditadas a la nueva lógica del sistema internacional, fundada en la creciente importancia del poderío industrial y de las dimensiones económicas de la seguridad. De esta forma, reserva a la lucha por los recursos la condición de principio rector del nuevo entorno internacional post-guerra fría y lo superpone a otras tesis muy publicitadas como la del choque de civilizaciones de Samuel Huntington, el ingobernable estado de anarquía y desorden de Robert Kaplan o la primacía de los asuntos suaves de agenda bajo el influjo de la globalización económica, postulada y defendida por la escuela neoliberal.

Klare se da a la tarea de construir un triángulo estratégico que defina la ecuación de los recursos y que explique su condición de fuente de tensiones internacionales. En esta pirámide del conflicto mundial, el primer vértice está conformado por el crecimiento incesante y vertiginoso de la demanda de recursos a escala mundial. Se trata de un ritmo insostenible basado en el crecimiento demográfico y la extensión de la industrialización. Hay más personas y las personas quieren vivir mejor, con la natural consecuencia de una aceleración del ciclo depredación-producción-consumo que pone en riesgo la subsistencia humana. 

Al lado y como consecuencia de una demanda insaciable, han comenzado a aparecer carestías significativas en la disponibilidad de algunos recursos. De acuerdo a un estudio de comienzos de siglo realizado por el Fondo Mundial para la Naturaleza, entre 1770 y 1995 la tierra perdió cerca de un tercio de su riqueza natural disponible. En particular, los hidrocarburos y el agua están sensiblemente afectados por las posibilidades de agotamiento, las cuales se traducen en una cada vez más inclemente competencia por el aseguramiento de las decrecientes reservas.

Por último, el triángulo se cierra con el factor explosivo: muchas fuentes o yacimientos claves están compartidos entre dos o más países, o se hallan en regiones limítrofes y zonas económicas exclusivas en disputa. Cuando los Estados agoten sus reservas internas, pretenderán posesionarse de aquellas que poseen en común, con las graves consecuencias que ello podría traer.

Orientado por estas tres premisas, el autor desarrollará una caracterización de las posibles zonas de conflicto inminente, dándole contenido concreto al principio según el cual “la historia humana se caracteriza por una larga sucesión de guerras por los recursos”. A lo largo del texto, Klare advertirá de las tensiones explosivas que rodearán la competencia por la posesión, dominio y aseguramiento de las fuentes petrolíferas y sus zonas de paso; las masas de recursos acuíferos; los diamantes; el oro; los minerales de utilización industrial; y la madera de construcción. En estas disputas y conflictos, se verán involucrados una multitud de Estados, además de las conflagraciones que podrían desatarse dentro de cada unidad nacional entre diversos actores en disputa por el control político. Un panorama bastante oscuro que redefine el mapa del conflicto internacional, el cual no girará ya en torno a dos grandes bloques de Estados y sus zonas de interés geopolítico sino a las zonas de reserva de recursos y su interés geoeconómico. 

Sin embargo, al final del texto, Klare señalará que sus previsiones no son inevitables. En ese sentido, propondrá una estrategia para adquirir y administrar los recursos escasos y valiosos sobre la base de un sistema de cooperación internacional. Bajo este sistema, instituido por medio de instituciones internacionales sólidas, se desarrollaría una política de distribución equitativa de las existencias mundiales en situación de carestía aguda junto a un programa coordinado de investigación en busca de soluciones sustitutivas. Klare no cae en dubitaciones: o seguimos por el camino de la competencia cada vez más intensa por los recursos, que nos lleva a estallidos bélicos periódicos, o elegimos la gestión de las reservas mundiales mediante un régimen cooperativo. Esas son las opciones de nuestro siglo XXI. Aleia jacta est.

lunes, 3 de noviembre de 2014

La sociedad caótica: ¿por qué crecen los nuevos cultos espirituales?



La noción de caos ha sido desarrollada en las ciencias físicas para aludir a la característica distintiva de algunos sistemas dinámicos que pueden presentar elevados niveles de variabilidad en su evolución, aun partiendo de condiciones iniciales muy similares. En los sistemas caóticos las relaciones causa-efecto se encuentran fracturadas: pequeñas causas homogéneas y simples pueden generar grandes, diversas y muy complejas consecuencias. Los teóricos del caos han popularizado esta idea a través del llamado “efecto mariposa”, según el cual el aleteo de una pequeña mariposa a un lado del océano puede producir un gigantesco tsunami al otro extremo.

Ideas novedosas como la del caos han venido siendo adoptadas en las últimas décadas para mejorar la comprensión de la creciente complejidad que rodea los sistemas sociales. En general, las ciencias sociales siempre se han caracterizado por su limitada capacidad de teorización, consecuencia de la naturaleza impredecible y, de cierto modo, arbitraria de los eventos humanos. Sin embargo, la brecha entre la ocurrencia de fenómenos sociales y la capacidad de comprenderlos y explicarlos “científicamente”, lejos de reducirse con el impresionante desarrollo tecnológico reciente, se ha ensanchado exponencialmente. 

Esta tendencia ha socavado más aún las bases de las tradicionales disciplinas del conocimiento social, promoviendo la proliferación de enfoques y perspectivas de los más diversos géneros. Los “posmodernos”, que niegan la posibilidad de hacer ciencia de lo social y se limitan a cuestionar como ideologizante cualquier intento de conocer la realidad, son una expresión académica del desconcierto dominante.

En efecto, la Modernidad se fundó en la promesa optimista de que sería la razón, descubierta objetivamente a través de la ciencia, la que guiaría el orden social y aseguraría el continuo progreso humano. La capacidad de la ciencia de dar las respuestas sociales es, precisamente, lo que está siendo cuestionado hoy en día. El auge de nuevas modalidades de espiritualismo, desde la autoayuda, la astrología y la santería hasta las nuevas iglesias evangelistas, las prácticas orientales como el yoga o el feng shui y los curiosos cultos posmodernos, confirman que las personas están buscando en fuentes espirituales –y no científicas- algo de lo que asirse para enfrentar el vértigo causado por el caos reinante.

El afianzamiento de la espiritualidad es, sin duda, una de las expresiones más palpables de la naturaleza de estos tiempos. La aceleración del cambio socio-tecnológico ha introducido una gran presión sobre la vida de las personas, obligándolas a modificar constantemente sus creencias, actitudes y capacidades para poder adaptarse. Esta situación se refleja en los más diversos campos.

En la vida laboral, los avances tecnológicos y las constantes reformas técnico-gerenciales están destruyendo la utilidad de muchas habilidades tradicionales e incrementando la competencia de manera abrumadora, obligando a las personas a seguir una carrera indetenible de actualizaciones que rápidamente caen en obsolescencia. En la vida personal, las nuevas realidades socavan muchas creencias hasta ahora incuestionadas, obligando a las personas a acostumbrarse a “lo diferente” y a “lo atípico” como lo normal y frecuente. Las familias homosexuales o las llamadas “tribus” urbanas son fenómenos que hace solo tres décadas eran muy inusuales pero que ahora están siendo aceptados dentro de la normalidad. En la vida social y familiar, el debilitamiento de los valores tradicionales como la jerarquía, la fidelidad y el compromiso, está llevando a las personas a relacionarse entre sí sobre bases más flexibles y utilitarias, ocultando las emociones por ser anticuadas y signos de debilidad. Del mismo modo, el quiebre de la dicotomía público-privado y la tensión social por exponer la vida íntima ante los otros para “existir” y ser reconocido, está introduciendo una gran presión para transmitir una imagen virtual de felicidad y logro, lo que solo es posible falseando la realidad analógica, mucho menos colorida y plena de lo que solemos mostrar. Esta tendencia solo incrementa la superficialidad del contacto humano: la valoración propia y de los otros depende cada vez más de lo que pueda mostrarse en fotografías.

Todas estas tendencias se maximizan debido a la escala de influencia social. A diferencia del pasado incluso más reciente, los seres humanos se encuentran actualmente sometidos a influencias globales, en el sentido pleno del término. Gracias a la expansión tecnológica, recibimos informaciones de todo el planeta de manera inmediata y podemos conocerlas al máximo lujo de detalle. De este modo, la presión percibida se multiplica: escogemos nuestros referentes sociales del más alto nivel global; nos comparamos con los que mejor lo hacen, no en nuestra oficina sino en una gran empresa al otro lado del mundo; nos enfrentamos a tragedias que ocurren muy lejos de nosotros pero de las cuales nos enteramos como si hubieran ocurrido frente a nuestras viviendas. La dinámica global nos deja muy claro que estamos a merced no solo de nuestros vecinos cercanos sino de cualquier persona en el planeta, que con sus acciones puede desencadenar encadenamientos de sucesos que nos afecten.

Nuestra vida termina siendo empequeñecida al extremo. En ese sentido, no solo nos percatamos diariamente de nuestra insignificancia frente al mundo sino que nos enfrentamos constantemente a la brecha entre la gigantesca masa de sucesos que nos influencian y nuestra limitadísima capacidad de actuar y producir cambios.

En medio de este conjunto de transformaciones, las personas se afanan por reconstruir sus creencias y consolidarlas como bases sólidas que les permitan atravesar las tormentas. La aceleración del cambio histórico ha conducido a que seamos nosotros mismos los que debamos establecer nuestras creencias: lo que nos enseñaron nuestros padres hace apenas quince o veinte años luce obsoleto y totalmente inadecuado para este mundo. En ese sentido, las nuevas modas espirituales, convertidas en prósperos negocios y respaldadas por un buen marketing publicitario, se erigen como la oferta más adecuada para la naturaleza de estos tiempos: ofrecen respuestas simples; aseguran protección, equilibrio y felicidad; no exigen grandes sacrificios; y, muy importante, no demandan dedicación exclusiva. Así, cual consumidores, las personas salen a “comprar” la oferta de creencias espirituales más acorde a sus necesidades, intentando adquirir al menos algunas certezas firmes entre tanto caos.