El chavismo acaba de sufrir la peor debacle
electoral de su historia. Y, a la luz de su desarticulada y errática reacción, es
evidente que no se la esperaba. En el proceso de asimilación de la derrota, el
presidente Maduro ha construido al menos cuatro relatos: primero, admitió
el revés, aunque lo minimizó y vinculó a los efectos perversos de la “guerra
económica” dirigida por la oposición; luego, reconoció
la necesidad de cambios y rectificaciones en el seno del oficialismo; en
tercer lugar, insinuó
que el resultado se debía a la abstención de las bases chavistas; y, ya en
los últimos días, ha
comenzado a cuestionar la legitimidad del resultado, señalando irregularidades
cometidas por la oposición. En dos semanas han desfilado cuatro culpables:
la oposición; la cúpula gubernamental; el electorado chavista y, finalmente, el
sistema electoral.
Sin embargo, la última versión, encaminada a restar
legitimidad al triunfo opositor, sí se está concretando en acciones. Por un
lado, se apunta a la posible –y tardía- impugnación de algunos escaños
adjudicados, en un probable intento por quebrar la mayoría calificada de la MUD.
Por el otro, Diosdado Cabello ha encabezado la instalación del “Parlamento
Comunal Nacional”, en un acto realizado, no por casualidad, en la sede de
la Asamblea Nacional.
El chavismo, fiel a la estrategia que le ha
funcionado, parece haberse decantado por la confrontación: utilizar todo su
poder en función de erosionar la victoria opositora. Con ese objetivo, busca
alinear sus recursos institucionales y extra-institucionales en una operación
de choque contra la nueva Asamblea Nacional. A nivel institucional, sus cuadros
más fieles y –por diversas razones- comprometidos, están siendo reubicados en
posiciones claves de los demás Poderes Públicos. En esta dirección se
orientará, muy probablemente, la “renovación” del Gabinete Ejecutivo. Pero, más
que a la normatividad establecida en la Constitución, la dirigencia chavista
está encomendando esta batalla a la estructura política paralela que, no sin desdén
y apatía, ha ido construyendo desde el año 2007.
Tras su abrumadora reelección de diciembre de 2006, el
presidente Chávez impulsó la creación de una estructura estatal alterna,
crucial, a su juicio, para asegurar la construcción del socialismo. Si bien es
cierto que el llamado “Estado comunal” carece de fundamento constitucional, como
usualmente argumenta la oposición, más relevante es revisar su naturaleza y rol
práctico. Al respecto, lo que se ha planteado no ha sido una sustitución plena
del “viejo Estado burgués”, sino una superposición selectiva, políticamente
estratégica. En las leyes del Poder Popular, el Ejecutivo Nacional continúa
siendo el poder supremo, al cual, más aún, se supedita la existencia de cualquier
instancia de autogobierno comunitario, comunal o popular.
El asunto de fondo es el carácter abiertamente
iliberal de este nuevo poder político. Su sujeto no son los ciudadanos
individuales, portadores de la “voluntad popular”, sino el “pueblo organizado”
o, más recurrentemente, el “poder popular”. Este poder no se actualiza a través
de la elección individual y universal, libre por secreta y justa por
transparente, sino mediante la votación pública, colectiva, aclamatoria, que
permite constituir cuerpos políticos –como los Consejos Comunales- que, a
partir de entonces, sustituyen a los electores en la construcción de instancias
territoriales agregadas, como las Comunas o las Federaciones Comunales.
La desconfianza hacia el sufragio individual y
secreto, indispensable para la libre expresión de la voluntad popular, se
corresponde con el concepto de democracia asumido. El Estado comunal tiene como
principio de legitimidad la denominada “democracia protagónica revolucionaria”.
El ejercicio democrático está subordinado aquí, como medio, al principio
supremo de la revolución socialista, solo realizable superando los rasgos
liberales, individualistas y pluralistas de la democracia electoral.
Por ello, el sometimiento absoluto de las nuevas
instancias comunales al objetivo supremo de la construcción del socialismo, y la
sustracción de las decisiones relevantes al elector de base –incapaz aún de
deslastrarse de los vicios burgueses- son estrategias claves para liberar el
potencial revolucionario de los amarres supuestos por las instituciones
representativas tradicionales. En el Estado comunal, en última instancia, la “voluntad
popular”, eventualmente adversa a la revolución, se subordina al “poder popular”,
vanguardia esclarecida de la transición al socialismo y correctora de los
equívocos que puede cometer un electorado circunstancialmente “confundido”.
A pesar del contenido aparentemente doctrinario de este
discurso, la realidad es que el chavismo no ha sido consecuente con esta
versión “comunal” y “popular” de su revolución. La utilización selectiva de
estas instancias ha respondido a un objetivo menos ideológico y más pragmático:
la acumulación de poder y la distribución de la renta petrolera. En efecto, el
chavismo se ha refugiado en la institucionalidad “burguesa”, cuando así le ha
convenido, y ha impulsado estas figuras solo en la medida en que le han
resultado funcionales.
La gran incógnita que se abre de cara al 2016 es,
precisamente, hasta dónde podrá llegar el chavismo en esta estrategia de suplantación
de la Asamblea Nacional. ¿Estarán dispuestos a convertir en leyes, formalizadas
en Gaceta Oficial, las decisiones del Parlamento Comunal?; ¿Estarán dispuestos,
en la situación límite a la que conducirá esta estrategia, a impedir de plano
el funcionamiento de la Asamblea Nacional? El asunto, a mi juicio, no radica solo
en que la élite oficial decida lanzarse a la confrontación, sino si logrará
unidad interna en torno a estas estrategias y, más importante, si habrá
economía que soporte más de lo mismo.