Venezuela está viviendo
desde el año 2013 las consecuencias más hostiles de un proceso de destrucción
institucional cuyos primeros antecedentes pueden rastrearse a finales de los
años 70. Durante las décadas de 1980 y 1990, se intentó atajar el progresivo
deterioro de la cohesión social y la legitimidad política con proyectos de
reforma institucional más o menos coherentes y profundos. Sin embargo, las
élites nacionales se demostraron incapaces y carentes de voluntad política para
reformular el pacto social en el marco del sistema político establecido, lo que
condujo a que el desencanto fuera capitalizado por un planteamiento radical
como el de Hugo Chávez.
Chávez llega al poder con un marco institucional erosionado que presentaba márgenes mínimos de eficacia y legitimidad. Su planteamiento de una renovación profunda de las reglas del juego social y político recibió una acogida entusiasta en muy distintos sectores, más cuanto sostenía sus proposiciones en figuras en boga como la democracia participativa, el Estado social y los Derechos Humanos.
Este amplio programa original no pasó de ser una concesión estratégica en función de construir una coalición de base amplia que le permitiera acceder al poder. Chávez evidenció desde el comienzo su rechazo a la existencia de instituciones, entendidas como reglas generales e impersonales que rigen la interacción social y restringen el margen de acción de los actores. Su visión de la política como construcción de hegemonía y su vocación personalista se manifestaron mucho antes de que el proyecto democrático-participativo fuera sustituido por el socialista, en el año 2006.
Chávez llega al poder con un marco institucional erosionado que presentaba márgenes mínimos de eficacia y legitimidad. Su planteamiento de una renovación profunda de las reglas del juego social y político recibió una acogida entusiasta en muy distintos sectores, más cuanto sostenía sus proposiciones en figuras en boga como la democracia participativa, el Estado social y los Derechos Humanos.
Este amplio programa original no pasó de ser una concesión estratégica en función de construir una coalición de base amplia que le permitiera acceder al poder. Chávez evidenció desde el comienzo su rechazo a la existencia de instituciones, entendidas como reglas generales e impersonales que rigen la interacción social y restringen el margen de acción de los actores. Su visión de la política como construcción de hegemonía y su vocación personalista se manifestaron mucho antes de que el proyecto democrático-participativo fuera sustituido por el socialista, en el año 2006.
Desde la Presidencia, Chávez
no solo impidió que se construyera la nueva institucionalidad política,
económica y social prevista en la Constitución, sino que utilizó su inmenso
poder y recursos para eliminar los reductos institucionales heredados del
régimen anterior. La politización intencional de todos los espacios de
interacción social, estimulada y dirigida desde el Gobierno, es una variable
crucial para comprender la crisis actual. Venezuela quedó desprovista así de un
marco institucional mínimo que permitiera: 1. Organizar racionalmente el
funcionamiento del Estado; 2. Tramitar eficazmente los conflictos entre
intereses sociales; 3. Atender los problemas públicos más profundos; 4. Hacer
funcionar los sistemas y servicios públicos; 5. Controlar al poder político.
En términos más simples, el chavismo, en su afán por acumular poder, lo que hizo fue desquiciar la máquina –el marco institucional- que hace que cualquier sociedad, mal que bien, “funcione”. Para evadir las limitaciones sobre su poder, se llevó por delante cualquier posibilidad de tener un Estado funcional, unos servicios eficientes o unas instancias eficaces de resolución de conflictos. En ese sentido, el Gobierno desmanteló deliberadamente el conjunto de reglas y controles que permiten desarrollar una interacción social valiosa y, por el contrario, construyó todo un aparataje simbólico y material de normas, sistemas y controles que propiciaron el auge de conductas socialmente perniciosas, tales como la corrupción, el crimen organizado o la violencia social.
En términos más simples, el chavismo, en su afán por acumular poder, lo que hizo fue desquiciar la máquina –el marco institucional- que hace que cualquier sociedad, mal que bien, “funcione”. Para evadir las limitaciones sobre su poder, se llevó por delante cualquier posibilidad de tener un Estado funcional, unos servicios eficientes o unas instancias eficaces de resolución de conflictos. En ese sentido, el Gobierno desmanteló deliberadamente el conjunto de reglas y controles que permiten desarrollar una interacción social valiosa y, por el contrario, construyó todo un aparataje simbólico y material de normas, sistemas y controles que propiciaron el auge de conductas socialmente perniciosas, tales como la corrupción, el crimen organizado o la violencia social.
El problema venezolano es,
en ese sentido, más profundo que un simple desequilibrio fiscal, un control de
cambio desfasado o un grupo de bandas criminales muy bien armadas. El problema
no es, insisto, la falta de recursos. El trasfondo lo han apuntado muy bien en
sendas entrevistas dos estudiosos de la talla de Alejandro
Moreno y Leopoldo
Puchi: Venezuela está bordeando la condición de Estado fallido, con unas
élites totalmente incapaces de reconstruir un pacto político mínimo; un Estado
anquilosado, disfuncional y penetrado por las mafias; una sociedad anarquizada
y con una escala de valores invertida; y una economía militarizada y atiborrada
de captadores de renta.
El asunto sería menor si estos problemas se resolvieran con un simple cambio de normas legales, la liberación de algunos controles económicos o la intervención de algunos organismos públicos. Mucho más allá de estos problemas de política pública, está el modelo mental que la ausencia de instituciones ha incubado en los venezolanos.
¿Quién está dispuesto a invertir su esfuerzo en promover algún cambio en las actitudes y comportamientos sociales dominantes?; ¿Quién dispuesto a plantarle cara a las mafias que el chavismo piensa dejar como legado?; ¿Y quién dispuesto a darle racionalidad a los subsidios sociales?; ¿Quién, acaso, piensa enfrentar la criminalidad que ejerce el control pleno de muchos territorios del país?
Los marcos institucionales no cambian rápida ni milagrosamente, pero para que siquiera pudiera verse en el horizonte un alentador cambio institucional sería preciso identificar a los actores emprendedores, a las nuevas élites que, llegado el momento, apostarán su capital político en la empresa de cambiar el desastroso juego social en el que está embarcada la sociedad venezolana. Al día de hoy, y haciendo excepción de algunos gestos positivos de sectores de la oposición, hay poco material para ser optimista.
El asunto sería menor si estos problemas se resolvieran con un simple cambio de normas legales, la liberación de algunos controles económicos o la intervención de algunos organismos públicos. Mucho más allá de estos problemas de política pública, está el modelo mental que la ausencia de instituciones ha incubado en los venezolanos.
¿Quién está dispuesto a invertir su esfuerzo en promover algún cambio en las actitudes y comportamientos sociales dominantes?; ¿Quién dispuesto a plantarle cara a las mafias que el chavismo piensa dejar como legado?; ¿Y quién dispuesto a darle racionalidad a los subsidios sociales?; ¿Quién, acaso, piensa enfrentar la criminalidad que ejerce el control pleno de muchos territorios del país?
Los marcos institucionales no cambian rápida ni milagrosamente, pero para que siquiera pudiera verse en el horizonte un alentador cambio institucional sería preciso identificar a los actores emprendedores, a las nuevas élites que, llegado el momento, apostarán su capital político en la empresa de cambiar el desastroso juego social en el que está embarcada la sociedad venezolana. Al día de hoy, y haciendo excepción de algunos gestos positivos de sectores de la oposición, hay poco material para ser optimista.