El nuevo superintendente de
Precios Justos, Andrés Eloy Méndez, es un político con ambiciones. Recién
nombrado por Maduro, se ha estrenado en el cargo haciendo ruido. Para darle
credibilidad a su declaratoria de guerra contra las colas, ha decidido sancionar a la cadena estatal Abastos Bicentenario por mantener cerradas en su
sucursal de Plaza Venezuela más de la mitad de las cajas registradoras.
La decisión, aunque aislada y,
de cierto modo, pintoresca, no es menor. Sus implicaciones son más profundas de
lo que una lectura superficial del hecho puede sugerir:
En primer lugar, esta medida
refleja la profundidad de las divisiones internas en el Gabinete de Maduro. Que
un organismo oficial sancione a una empresa pública por violar la ley puede ser
relativamente común en otros países, pero en la lógica chavista, un
reconocimiento público de la ineficiencia estatal solo puede evidenciar la
progresiva erosión que está sufriendo la unidad de sus cuadros dirigentes,
consecuencia de la gravedad de la crisis actual.
En la racionalidad del
chavismo, la ley y la propaganda son instrumentos de gobierno igualmente
importantes pero con funciones diferentes: la ley sirve para lidiar con el
“otro”; la propaganda, para construir la imagen propia. En este caso, la
aplicación selectiva de la Ley de Precios Justos tiene también una intención
propagandística, como vitrina de los esfuerzos que hace el propio Gobierno por
mejorar el funcionamiento del amplio universo de organismos, sectores y
sistemas que controla. Aun así, reprender ante la opinión pública a un
organismo como Abastos Bicentenario, pieza central del sistema estatal de
distribución de alimentos, ha debido dejar una nueva herida en las tensas
relaciones entre los grupos de poder del oficialismo.
En
segundo lugar, el objeto de la medida -la cola- indica la inquietud que
está generando en el Gobierno la rutinización de las filas de compradores
a las puertas de miles de comercios en todo el país. Es curioso el hecho
teniendo en cuenta que la aparición de “la cola” como fenómeno social tuvo
uno de sus hitos principales en el operativo de intervención de locales y
venta forzada de productos decretada por Maduro en noviembre pasado. En
esa ocasión, el Presidente llamó a la población a ir en masa a comprar electrodomésticos.
Durante los últimos meses, las colas se han extendido a los supermercados
y bodegas, las ventas de autopartes, las farmacias e incluso las
panaderías, repitiéndose día tras día al punto de convertirse en un evento
cotidiano, para el cual las personas se han ido organizando y han ido
creado protocolos que permitan hacer de la escasez una oportunidad de
negocios.
El asunto es que la cola,
inicialmente introducida por el Gobierno en un experimento controlado, está
adquiriendo por la generalización de la escasez dos atributos políticamente amenazantes.
Por un lado, tiene un potencial disruptivo. Las filas se están convirtiendo en drenajes colectivos de frustración, lo que se refleja en constantes agresiones verbales e incluso físicas entre los que esperan. Por ahora, la mayoría dirige su ira al comerciante particular, a los que compran para “revender” o, especialmente, a los que intentan “colearse”. Pero el Gobierno sabe muy bien que en una sociedad caotizada, frustrada y anomica, una chispa puede prender toda la pradera. El riesgo de que de la pelea se pase al disturbio y de allí al saqueo es preocupante para un Gobierno que ha hecho de la garantía de la estabilidad y la paz su carta de presentación.
Por otro lado, la cola tiene un potencial de degaste. Las largas esperas incentivan la conversación. Como en un banco, el primer tema en común es el de la propia cola y, sobretodo, sus causas: la ausencia o lentitud de los cajeros, el retraso que generan los mensajeros y sus decenas de depósitos, etc. Estas conversaciones se están llenando, inevitablemente, de la frustración social que domina el ambiente.
Por un lado, tiene un potencial disruptivo. Las filas se están convirtiendo en drenajes colectivos de frustración, lo que se refleja en constantes agresiones verbales e incluso físicas entre los que esperan. Por ahora, la mayoría dirige su ira al comerciante particular, a los que compran para “revender” o, especialmente, a los que intentan “colearse”. Pero el Gobierno sabe muy bien que en una sociedad caotizada, frustrada y anomica, una chispa puede prender toda la pradera. El riesgo de que de la pelea se pase al disturbio y de allí al saqueo es preocupante para un Gobierno que ha hecho de la garantía de la estabilidad y la paz su carta de presentación.
Por otro lado, la cola tiene un potencial de degaste. Las largas esperas incentivan la conversación. Como en un banco, el primer tema en común es el de la propia cola y, sobretodo, sus causas: la ausencia o lentitud de los cajeros, el retraso que generan los mensajeros y sus decenas de depósitos, etc. Estas conversaciones se están llenando, inevitablemente, de la frustración social que domina el ambiente.
La cola se ha convertido así
en el principal espacio de socialización política: de manera espontánea, las
personas intercambian experiencias y comparten opiniones, creándose una empatía
políticamente muy poderosa. En estas conversaciones, los “indignados” suelen
dominar la estructura argumental y la mayoría numérica, por lo cual los otros
dos grupos presentes –los “conformistas”, que no vinculan la cola a un asunto
político o simplemente la han convertido en su modo de vida; y los “conspiracionistas” que la relacionan con la “guerra
económica”- no solo no se atreven a opinar sino que en buena medida terminan
siendo influidos por las acusaciones contra el Gobierno. Estas dinámicas van
produciendo tres efectos complementarios: a los abiertamente opositores, los
radicalizan; a los “no alineados”, los llenan de dudas; a los abiertamente
chavistas, los desmoralizan.
El Gobierno, probablemente a
través de sus investigaciones sociales, parece haber percibido estos riesgos y
ha decidido plantear la operación “mata-colas” como una guerra total: o el
Gobierno “mata” a las colas o las colas “matan” al Gobierno. Siendo así, qué
gane el mejor.