La
noción de caos ha sido desarrollada en las ciencias físicas para aludir a la
característica distintiva de algunos sistemas dinámicos que pueden presentar
elevados niveles de variabilidad en su evolución, aun partiendo de condiciones
iniciales muy similares. En los sistemas caóticos las relaciones causa-efecto se
encuentran fracturadas: pequeñas causas homogéneas y simples pueden generar
grandes, diversas y muy complejas consecuencias. Los teóricos del caos han
popularizado esta idea a través del llamado “efecto mariposa”, según el cual el
aleteo de una pequeña mariposa a un lado del océano puede producir un
gigantesco tsunami al otro extremo.
Ideas
novedosas como la del caos han venido siendo adoptadas en las últimas décadas
para mejorar la comprensión de la creciente complejidad que rodea los sistemas
sociales. En general, las ciencias sociales siempre se han caracterizado por su
limitada capacidad de teorización, consecuencia de la naturaleza impredecible y,
de cierto modo, arbitraria de los eventos humanos. Sin embargo, la brecha entre
la ocurrencia de fenómenos sociales y la capacidad de comprenderlos y
explicarlos “científicamente”, lejos de reducirse con el impresionante desarrollo
tecnológico reciente, se ha ensanchado exponencialmente.
Esta tendencia ha socavado más aún las bases de las tradicionales disciplinas del conocimiento social, promoviendo la proliferación de enfoques y perspectivas de los más diversos géneros. Los “posmodernos”, que niegan la posibilidad de hacer ciencia de lo social y se limitan a cuestionar como ideologizante cualquier intento de conocer la realidad, son una expresión académica del desconcierto dominante.
En efecto, la Modernidad se fundó en la promesa optimista de que sería la razón, descubierta objetivamente a través de la ciencia, la que guiaría el orden social y aseguraría el continuo progreso humano. La capacidad de la ciencia de dar las respuestas sociales es, precisamente, lo que está siendo cuestionado hoy en día. El auge de nuevas modalidades de espiritualismo, desde la autoayuda, la astrología y la santería hasta las nuevas iglesias evangelistas, las prácticas orientales como el yoga o el feng shui y los curiosos cultos posmodernos, confirman que las personas están buscando en fuentes espirituales –y no científicas- algo de lo que asirse para enfrentar el vértigo causado por el caos reinante.
El afianzamiento de la espiritualidad es, sin duda, una de las expresiones más palpables de la naturaleza de estos tiempos. La aceleración del cambio socio-tecnológico ha introducido una gran presión sobre la vida de las personas, obligándolas a modificar constantemente sus creencias, actitudes y capacidades para poder adaptarse. Esta situación se refleja en los más diversos campos.
En la vida laboral, los avances tecnológicos y las constantes reformas técnico-gerenciales están destruyendo la utilidad de muchas habilidades tradicionales e incrementando la competencia de manera abrumadora, obligando a las personas a seguir una carrera indetenible de actualizaciones que rápidamente caen en obsolescencia. En la vida personal, las nuevas realidades socavan muchas creencias hasta ahora incuestionadas, obligando a las personas a acostumbrarse a “lo diferente” y a “lo atípico” como lo normal y frecuente. Las familias homosexuales o las llamadas “tribus” urbanas son fenómenos que hace solo tres décadas eran muy inusuales pero que ahora están siendo aceptados dentro de la normalidad. En la vida social y familiar, el debilitamiento de los valores tradicionales como la jerarquía, la fidelidad y el compromiso, está llevando a las personas a relacionarse entre sí sobre bases más flexibles y utilitarias, ocultando las emociones por ser anticuadas y signos de debilidad. Del mismo modo, el quiebre de la dicotomía público-privado y la tensión social por exponer la vida íntima ante los otros para “existir” y ser reconocido, está introduciendo una gran presión para transmitir una imagen virtual de felicidad y logro, lo que solo es posible falseando la realidad analógica, mucho menos colorida y plena de lo que solemos mostrar. Esta tendencia solo incrementa la superficialidad del contacto humano: la valoración propia y de los otros depende cada vez más de lo que pueda mostrarse en fotografías.
Esta tendencia ha socavado más aún las bases de las tradicionales disciplinas del conocimiento social, promoviendo la proliferación de enfoques y perspectivas de los más diversos géneros. Los “posmodernos”, que niegan la posibilidad de hacer ciencia de lo social y se limitan a cuestionar como ideologizante cualquier intento de conocer la realidad, son una expresión académica del desconcierto dominante.
En efecto, la Modernidad se fundó en la promesa optimista de que sería la razón, descubierta objetivamente a través de la ciencia, la que guiaría el orden social y aseguraría el continuo progreso humano. La capacidad de la ciencia de dar las respuestas sociales es, precisamente, lo que está siendo cuestionado hoy en día. El auge de nuevas modalidades de espiritualismo, desde la autoayuda, la astrología y la santería hasta las nuevas iglesias evangelistas, las prácticas orientales como el yoga o el feng shui y los curiosos cultos posmodernos, confirman que las personas están buscando en fuentes espirituales –y no científicas- algo de lo que asirse para enfrentar el vértigo causado por el caos reinante.
El afianzamiento de la espiritualidad es, sin duda, una de las expresiones más palpables de la naturaleza de estos tiempos. La aceleración del cambio socio-tecnológico ha introducido una gran presión sobre la vida de las personas, obligándolas a modificar constantemente sus creencias, actitudes y capacidades para poder adaptarse. Esta situación se refleja en los más diversos campos.
En la vida laboral, los avances tecnológicos y las constantes reformas técnico-gerenciales están destruyendo la utilidad de muchas habilidades tradicionales e incrementando la competencia de manera abrumadora, obligando a las personas a seguir una carrera indetenible de actualizaciones que rápidamente caen en obsolescencia. En la vida personal, las nuevas realidades socavan muchas creencias hasta ahora incuestionadas, obligando a las personas a acostumbrarse a “lo diferente” y a “lo atípico” como lo normal y frecuente. Las familias homosexuales o las llamadas “tribus” urbanas son fenómenos que hace solo tres décadas eran muy inusuales pero que ahora están siendo aceptados dentro de la normalidad. En la vida social y familiar, el debilitamiento de los valores tradicionales como la jerarquía, la fidelidad y el compromiso, está llevando a las personas a relacionarse entre sí sobre bases más flexibles y utilitarias, ocultando las emociones por ser anticuadas y signos de debilidad. Del mismo modo, el quiebre de la dicotomía público-privado y la tensión social por exponer la vida íntima ante los otros para “existir” y ser reconocido, está introduciendo una gran presión para transmitir una imagen virtual de felicidad y logro, lo que solo es posible falseando la realidad analógica, mucho menos colorida y plena de lo que solemos mostrar. Esta tendencia solo incrementa la superficialidad del contacto humano: la valoración propia y de los otros depende cada vez más de lo que pueda mostrarse en fotografías.
Todas
estas tendencias se maximizan debido a la escala de influencia social. A
diferencia del pasado incluso más reciente, los seres humanos se encuentran actualmente
sometidos a influencias globales, en el sentido pleno del término. Gracias a la
expansión tecnológica, recibimos informaciones de todo el planeta de manera
inmediata y podemos conocerlas al máximo lujo de detalle. De este modo, la
presión percibida se multiplica: escogemos nuestros referentes sociales del más
alto nivel global; nos comparamos con los que mejor lo hacen, no en nuestra
oficina sino en una gran empresa al otro lado del mundo; nos enfrentamos a
tragedias que ocurren muy lejos de nosotros pero de las cuales nos enteramos
como si hubieran ocurrido frente a nuestras viviendas. La dinámica global nos
deja muy claro que estamos a merced no solo de nuestros vecinos cercanos sino
de cualquier persona en el planeta, que con sus acciones puede desencadenar
encadenamientos de sucesos que nos afecten.
Nuestra
vida termina siendo empequeñecida al extremo. En ese sentido, no solo nos
percatamos diariamente de nuestra insignificancia frente al mundo sino que nos
enfrentamos constantemente a la brecha entre la gigantesca masa de sucesos que
nos influencian y nuestra limitadísima capacidad de actuar y producir cambios.
En
medio de este conjunto de transformaciones, las personas se afanan por
reconstruir sus creencias y consolidarlas como bases sólidas que les permitan
atravesar las tormentas. La aceleración del cambio histórico ha conducido a que
seamos nosotros mismos los que debamos establecer nuestras creencias: lo que
nos enseñaron nuestros padres hace apenas quince o veinte años luce obsoleto y
totalmente inadecuado para este mundo. En ese sentido, las nuevas modas
espirituales, convertidas en prósperos negocios y respaldadas por un buen
marketing publicitario, se erigen como la oferta más adecuada para la
naturaleza de estos tiempos: ofrecen respuestas simples; aseguran protección,
equilibrio y felicidad; no exigen grandes sacrificios; y, muy importante, no
demandan dedicación exclusiva. Así, cual consumidores, las personas salen a
“comprar” la oferta de creencias espirituales más acorde a sus necesidades,
intentando adquirir al menos algunas certezas firmes entre tanto caos.
sale mas barato ser ateo
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