sábado, 15 de febrero de 2014

Las protestas del 12-F: antecedentes y diagnóstico



Un grupo significativo de analistas políticos consideraba que el liderazgo carismático y mesiánico de Hugo Chávez era el principal sustento político de la hegemonía chavista. La sobrevivencia de esta hegemonía luego del fallecimiento de aquel ha puesto en evidencia que la famosa “conexión emocional líder-pueblo” se había convertido, desde hace algunos años, en un factor secundario, y que el dominio estaba fundamentado sobre todo en un eficaz sistema de distribución clientelar que premiaba la lealtad política y elevaba considerablemente los costos de la disidencia. El chavismo se había transformado de un movimiento popular en un partido-Estado. 

 

Aplicando a fondo esa maquinaria de producir votos, y en medio de múltiples abusos ventajistas, Maduro obtuvo el pasado 14 de abril una victoria electoral estrecha y muy discutida. A pesar de eso y de las dudas que existían sobre sus capacidades, su legitimidad política se ha consolidado. En medio de un fuerte repunte de los índices inflacionarios y de escasez, el chavismo logró garantizar su unidad interna, movilizar su maquinaria y vencer en las dos elecciones realizadas el pasado 8 de diciembre: en el plebiscito nacional y en la elección de autoridades municipales. Este inocultable fracaso agravó aún más las diferencias latentes en la oposición, la cual, ante la ausencia de nuevos comicios en el corto plazo, se dispersó en distintos bandos partidarios de diferentes estrategias.  

A grandes rasgos, este es el escenario en el que ciertos sectores de la oposición, autodenominados “radicales”, han planteado una salida insurreccional del Gobierno, justificada aludiendo a dos razones principales: primero, que el Gobierno es autoritario y nos conduce a una dictadura; y segundo, que el país atraviesa una grave crisis económica y de seguridad. Para ello, han activado a los grupos estudiantiles opositores, los cuales han evidenciado contar con una capacidad organizativa y de movilización de la cual carecen las organizaciones partidistas. Estas protestas derivaron el pasado 12-F en hechos violentos que dejaron saldo de al menos tres muertos, una treintena de heridos y un centenar de detenidos. 

En primer lugar, aunque las condiciones objetivas parecen darle la razón a los manifestantes –los índices de homicidios, escasez e inflación son altísimos y el Gobierno luce incapaz frente a ellos-, es más discutible que las condiciones subjetivas favorezcan una estrategia de este tipo. No son desdeñables los índices de popularidad y apoyo con los que cuenta Maduro. No es, ni de cerca, un Presidente débil; al menos no más débil de lo que fue en los días posteriores al 14 de abril. Equiparar las situaciones de Venezuela, Ucrania y Egipto es una insensatez. Maduro no solo cuenta con el respaldo de la nomenklatura gubernamental –cuyas tensiones siempre se postergan ante la presencia de enemigos externos- sino de una importante y organizada red de grupos y organizaciones sociales –cuyo descontento siempre se posterga ante la amenaza de “perderlo todo”-. El radicalismo de sus adversarios ha fortalecido históricamente al chavismo. 



En segundo lugar, la dispersión de la oposición reduce aún más las posibilidades de éxito de una insurrección. Aunque la comparación con los hechos de 2002 carece de sentido, la oposición actualmente está más dividida que entonces y enfrenta a un Gobierno que, además de la exclusiva confrontación –el palo-, también ofrece espacios de diálogo y concertación, incentivados por otros beneficios institucionales –la zanahoria-. Esto aumenta las posibilidades de aislar a los “radicales”, quienes ya no cuentan con la proyección mediática que les permitió imponer su agenda en otras ocasiones. Aunque efectivamente los estudiantes gozan de una imagen muy favorable en la opinión pública, es difícil pensar que puedan superar el cuasimonopolio comunicacional del que goza el Gobierno, utilizado no para descalificarlos directamente a ellos sino a los dirigentes políticos que los han convocado.

En tercer lugar, esta estrategia, al carecer de objetivos concretos y realizables, es una forma dispersa de canalizar el malestar social. Esa misma dispersión de la lucha aumenta las posibilidades de que termine desgastándose. Sus proponentes están asociados en el imaginario colectivo a la clase urbana y pudiente, su mensaje está elaborado sobre los tradicionales códigos opositores –“dictadura”, “libertad”- y su estrategia es la confrontación abierta. Esto hace más difícil incorporar a nuevos actores o integrar nuevos frentes de protesta. El chavismo sabe muy bien que uno de los pilares de su poder radica en la incapacidad de la oposición para conectar con el malestar popular: uno de los mensajes más efectivos de su relato es la advertencia sobre el riesgo de perder los beneficios si la oposición accede al poder; este riesgo hace lucir aceptables muchas fallas y errores.

De esta manera, la oposición pareciera estar volviendo a caminos que ya conoce bajo el argumento de que la vía electoral ha resultado inefectiva. Pareciera que esta dirigencia olvida que su primer gran fracaso, el más grande, el más sentido, el que generó efectos que aún perduran, no fue electoral sino precisamente insurreccional. 

En una próxima entrega plantearé los escenarios que pudieran darse tras el 12-F y la dinámica que, considero, adquirirá la actividad política nacional.

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