La crisis económica es un
evento regular en Venezuela. El país incorporó la crisis a su metabolismo; la “normalizó”.
Aunque a muchos el relato oficial les hace pensar otra cosa, en realidad
Venezuela está viviendo en crisis desde 1983, cuando nuestra decisión social de
vivir principal y casi exclusivamente de la renta petrolera –de un ingreso que
recibimos mas no producimos- generó su primera alerta, crujió bajo nuestros
pies. Desde entonces, e incluso desde mucho antes, desde el mismo momento en
que descubrimos nuestro potencial petrolero, hemos discutido distintas formas
de diversificar nuestros ingresos, de utilizar el petróleo para liberarnos del petróleo.
Nuestro fracaso en esa tarea no puede ser más clamoroso; más aún si pensamos
que, hoy día, más del 90% de nuestras menguadas divisas provienen del petróleo.
Aunque la clase política en
pleno, en sus distintas orientaciones y generaciones, ha proclamado al unísono
la necesidad de romper el modelo monoproductivo, sus acciones solo lo han
profundizado, legitimado, consolidado. El chavismo, siempre en su grandiosismo,
ha elevado esta tendencia al paroxismo. Beneficiario de ingresos
extraordinarios, ha derrochado una gran fortuna en aumentar su popularidad y
garantizar la continuidad de su hegemonía política. Lo han logrado, pero vaya a
qué costo.
Desde hace unos meses,
empiezan a agravarse los efectos de este manejo políticamente eficaz pero
técnicamente irresponsable de la economía. Si bien la crisis no está empezando
hoy, en estos momentos nos estamos quedando sin recursos suficientes para
maquillarla. Otra vez. Porque, aunque el chavismo se pretenda diferente, nuevo,
inédito, en realidad nos está llevando por caminos conocidos que conducen a
finales también conocidos.
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