El
pasado 12 de febrero, una masiva marcha realizada en Caracas por grupos
estudiantiles y partidos de oposición derivó en enfrentamientos violentos.
Desde entonces, se ha desatado una espiral
de turbulencia política en distintas ciudades del país: las protestas,
muchas de las cuales han incluido cierre de vías y daños a instalaciones
públicas y privadas, han sido seguidas por intervenciones represivas de cuerpos
policiales, militares y parapoliciales, y acusaciones cruzadas entre voceros
chavistas y opositores.
El
chavismo ha denunciado ser víctima de una conspiración urdida por sectores políticos
de extrema derecha, que pretenden mediante focos de violencia causar caos para precipitar la salida del Gobierno a
través de un pronunciamiento militar o incluso por una intervención extranjera.
Por su parte, la oposición ha reivindicado el carácter legítimo, legal y pacífico de las protestas, vinculando la
violencia a la acción de grupos armados del chavismo y a un uso excesivo de la
fuerza por parte de los cuerpos de seguridad.
Estas
dos versiones opuestas de los sucesos, sumadas al hecho de que los acontecimientos
se desarrollan con mucha rapidez, abonan a la confusión y hacen difícil prever
su desarrollo. Al respecto, es imprescindible realizar unas aclaratorias previas
sobre el escenario actual:
EN CUANTO A LOS ACTORES: resulta claro que ni el chavismo ni la oposición son actores
unitarios y homogéneos, aunque la tendencia tradicional durante las
coyunturas críticas es a que refuercen sus lazos internos. El chavismo de la
era Chávez sufrió distintos desprendimientos y separaciones, que le permitieron
al Presidente consolidar su dominio como líder indiscutido. Tras su muerte,
muchos analistas aseguran que ha surgido el “postchavismo”, en el cual la
gobernanza interna depende de un complejo sistema de negociaciones e
intercambios recíprocos entre muchos grupos de poder. Las diferencias entre
estos grupos radican fundamentalmente en tres factores: su origen, civil o militar; su
postura ideológica, más cercana al socialismo cubano o al desarrollismo
nacionalista; y su estrategia política,
más autoritaria y radical o más conciliadora y pragmática. Si cruzamos estas
tres dimensiones podemos tener una idea de la complejidad del universo chavista.
Por
su lado, la oposición, compuesta por
un amplio y variopinto conjunto de partidos, organizaciones y movimientos, se
encuentra desde hace muchos años cruzada por la discusión sobre el método más
eficaz para enfrentar a un Gobierno rico, poderoso y con aspiraciones
hegemónicas. En la actualidad, este debate se ha reabierto, dividiendo a la
oposición en tres grupos reconocibles:
los “radicales”, que plantean una salida
insurreccional e inmediata del Gobierno; los
“institucionales”, que consideran que hay que acumular fuerzas políticas,
capitalizando el malestar social generado por la crisis del modelo chavista y
dirigiéndolo hacia los próximos objetivos electorales, y los “pragmáticos”, partidarios de reducir la conflictividad
política, abrir espacios a la negociación y, por esta vía, obtener mayores
cuotas institucionales.
En
la actual coyuntura, y ante la creciente incertidumbre política, es muy
probable que estos distintos actores estén realizando movimientos internos para
mejorar su posicionamiento y reforzar sus intereses. Aunque no se expresen
públicamente, estas agendas particulares existen y hacen más difícil prever el
desarrollo de los acontecimientos.
EN CUANTO A LA AGENDA: Si el juego de actores participantes
en la actual crisis resulta complejo, más aún lo es el escenario económico y político en el que se desarrolla. Venezuela
viene sufriendo las consecuencias económicas de una política sistemática de
profundización del rentismo petrolero. El Gobierno dirigió la bonanza económica
de la última década hacia dos fines: incrementar la participación interventora
del Estado en la economía y aumentar los niveles de consumo de los sectores empobrecidos.
De esta manera, agravó el desbalance, consustancial a todas las economías
rentistas, entre los niveles de producción
–la productividad- y los de consumo –el ingreso-. Esa brecha la rellenó por
medio de una política de importaciones masivas, la cual sostuvo incluso a costa
de crecientes márgenes de endeudamiento. Hoy, las distorsiones producidas por
este esquema político se manifiestan en elevados y persistentes niveles de
inflación y escasez.
Esta
situación económica está provocando un aumento de la tensión social que, aunque
no se ha manifestado políticamente, tiene un potencial explosivo que Maduro
parece reconocer. Hasta la fecha, el Gobierno ha sido capaz de evadir el costo
político gracias a su estrategia de acusar al sector privado y trasladar la
frustración social hacia los “especuladores”, mientras mantiene en
funcionamiento su maquinaria de distribución clientelar, alimentada por
bolívares inorgánicos. Sin embargo, esta solución no podría sostenerse si los
problemas se agravan. Según los economistas, es improbable una salida efectiva
al problema económico actual que no conlleve, necesariamente, medidas impopulares de
carácter ortodoxo. En cualquier escenario, los costos políticos parecen estar
al final de la ecuación: actúe o no actúe, aplique más controles o los
flexibilice, el chavismo se volverá más impopular.
El
clima de frustración se inserta además en un marco institucional muy debilitado, producto de una práctica
política que ha fomentado el desarrollo de comportamientos anomicos y disgregadores
en distintos grupos sociales. La intencionada inactividad del Estado frente a
manifestaciones anárquicas es difícil de revertir ya que ha creado espacios de
autonomía desde los cuales pueden surgir –y surgen recurrentemente- manifestaciones
violentas. Esto provoca que la situación social actual sea aún más explosiva.
La
atípica disposición del chavismo a dialogar con sus opositores, manifestada luego
de ganarle unas elecciones, tiene mucho que ver con esta realidad. El Gobierno
intenta atraer a la oposición al sistema institucional, hacerla corresponsable
de las decisiones y reducir su capacidad política de canalizar el descontento. Esta
situación, evidentemente, también comporta riesgos para la oposición: si
rechaza el diálogo, entraría en contradicción con su reiterado llamado a la
reconciliación y, de cualquier modo, quedaría al margen del juego político,
limitando su acción a unos pocos espacios institucionales cada vez más
cercados; si acepta el diálogo, se vería limitada en su libertad para denunciar
y criticar y podría desconectarse de su base tradicional.
Ahora
bien, si el juego de actores y el escenario en el que se mueven son tan
complejos, si los sucesos se están precipitando tan aceleradamente, ¿es acaso posible
proyectar el desarrollo de los eventos en el corto o mediano plazo? En mi
próximo artículo intentaré definir algunos escenarios.
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