lunes, 24 de febrero de 2014

Las protestas del 12-F: ¿dónde estamos parados?



El pasado 12 de febrero, una masiva marcha realizada en Caracas por grupos estudiantiles y partidos de oposición derivó en enfrentamientos violentos. Desde entonces, se ha desatado una espiral de turbulencia política en distintas ciudades del país: las protestas, muchas de las cuales han incluido cierre de vías y daños a instalaciones públicas y privadas, han sido seguidas por intervenciones represivas de cuerpos policiales, militares y parapoliciales, y acusaciones cruzadas entre voceros chavistas y opositores.

El chavismo ha denunciado ser víctima de una conspiración urdida por sectores políticos de extrema derecha, que pretenden mediante focos de violencia causar caos para precipitar la salida del Gobierno a través de un pronunciamiento militar o incluso por una intervención extranjera. Por su parte, la oposición ha reivindicado el carácter legítimo, legal y pacífico de las protestas, vinculando la violencia a la acción de grupos armados del chavismo y a un uso excesivo de la fuerza por parte de los cuerpos de seguridad. 

Estas dos versiones opuestas de los sucesos, sumadas al hecho de que los acontecimientos se desarrollan con mucha rapidez, abonan a la confusión y hacen difícil prever su desarrollo. Al respecto, es imprescindible realizar unas aclaratorias previas sobre el escenario actual:

EN CUANTO A LOS ACTORES: resulta claro que ni el chavismo ni la oposición son actores unitarios y homogéneos, aunque la tendencia tradicional durante las coyunturas críticas es a que refuercen sus lazos internos. El chavismo de la era Chávez sufrió distintos desprendimientos y separaciones, que le permitieron al Presidente consolidar su dominio como líder indiscutido. Tras su muerte, muchos analistas aseguran que ha surgido el “postchavismo”, en el cual la gobernanza interna depende de un complejo sistema de negociaciones e intercambios recíprocos entre muchos grupos de poder. Las diferencias entre estos grupos radican fundamentalmente en tres factores: su origen, civil o militar; su postura ideológica, más cercana al socialismo cubano o al desarrollismo nacionalista; y su estrategia política, más autoritaria y radical o más conciliadora y pragmática. Si cruzamos estas tres dimensiones podemos tener una idea de la complejidad del universo chavista.


Por su lado, la oposición, compuesta por un amplio y variopinto conjunto de partidos, organizaciones y movimientos, se encuentra desde hace muchos años cruzada por la discusión sobre el método más eficaz para enfrentar a un Gobierno rico, poderoso y con aspiraciones hegemónicas. En la actualidad, este debate se ha reabierto, dividiendo a la oposición en tres grupos reconocibles: los “radicales”, que plantean una salida insurreccional e inmediata del Gobierno; los “institucionales”, que consideran que hay que acumular fuerzas políticas, capitalizando el malestar social generado por la crisis del modelo chavista y dirigiéndolo hacia los próximos objetivos electorales, y los “pragmáticos”, partidarios de reducir la conflictividad política, abrir espacios a la negociación y, por esta vía, obtener mayores cuotas institucionales.

En la actual coyuntura, y ante la creciente incertidumbre política, es muy probable que estos distintos actores estén realizando movimientos internos para mejorar su posicionamiento y reforzar sus intereses. Aunque no se expresen públicamente, estas agendas particulares existen y hacen más difícil prever el desarrollo de los acontecimientos. 

EN CUANTO A LA AGENDA: Si el juego de actores participantes en la actual crisis resulta complejo, más aún lo es el escenario económico y político en el que se desarrolla. Venezuela viene sufriendo las consecuencias económicas de una política sistemática de profundización del rentismo petrolero. El Gobierno dirigió la bonanza económica de la última década hacia dos fines: incrementar la participación interventora del Estado en la economía y aumentar los niveles de consumo de los sectores empobrecidos. De esta manera, agravó el desbalance, consustancial a todas las economías rentistas,  entre los niveles de producción –la productividad- y los de consumo –el ingreso-. Esa brecha la rellenó por medio de una política de importaciones masivas, la cual sostuvo incluso a costa de crecientes márgenes de endeudamiento. Hoy, las distorsiones producidas por este esquema político se manifiestan en elevados y persistentes niveles de inflación y escasez.



Esta situación económica está provocando un aumento de la tensión social que, aunque no se ha manifestado políticamente, tiene un potencial explosivo que Maduro parece reconocer. Hasta la fecha, el Gobierno ha sido capaz de evadir el costo político gracias a su estrategia de acusar al sector privado y trasladar la frustración social hacia los “especuladores”, mientras mantiene en funcionamiento su maquinaria de distribución clientelar, alimentada por bolívares inorgánicos. Sin embargo, esta solución no podría sostenerse si los problemas se agravan. Según los economistas, es improbable una salida efectiva al problema económico actual que no conlleve, necesariamente, medidas impopulares de carácter ortodoxo. En cualquier escenario, los costos políticos parecen estar al final de la ecuación: actúe o no actúe, aplique más controles o los flexibilice, el chavismo se volverá más impopular. 

El clima de frustración se inserta además en un marco institucional muy debilitado, producto de una práctica política que ha fomentado el desarrollo de comportamientos anomicos y disgregadores en distintos grupos sociales. La intencionada inactividad del Estado frente a manifestaciones anárquicas es difícil de revertir ya que ha creado espacios de autonomía desde los cuales pueden surgir –y surgen recurrentemente- manifestaciones violentas. Esto provoca que la situación social actual sea aún más explosiva.

La atípica disposición del chavismo a dialogar con sus opositores, manifestada luego de ganarle unas elecciones, tiene mucho que ver con esta realidad. El Gobierno intenta atraer a la oposición al sistema institucional, hacerla corresponsable de las decisiones y reducir su capacidad política de canalizar el descontento. Esta situación, evidentemente, también comporta riesgos para la oposición: si rechaza el diálogo, entraría en contradicción con su reiterado llamado a la reconciliación y, de cualquier modo, quedaría al margen del juego político, limitando su acción a unos pocos espacios institucionales cada vez más cercados; si acepta el diálogo, se vería limitada en su libertad para denunciar y criticar y podría desconectarse de su base tradicional.


Ahora bien, si el juego de actores y el escenario en el que se mueven son tan complejos, si los sucesos se están precipitando tan aceleradamente, ¿es acaso posible proyectar el desarrollo de los eventos en el corto o mediano plazo? En mi próximo artículo intentaré definir algunos escenarios.

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